lunes, 2 de julio de 2012

UNA ALDEA EXTRAVIADA EN LOS SUBURBIOS DEL UNIVERSO

Tal vez Colombia, sea mucho menos que una aldea extraviada en los suburbios del universo, una neo colonia arrodillada como un creyente ante Dios al Imperialismo norteamericano, una patria sin memoria histórica, una comunidad que ha perdido su rumbo en el concierto de la independencia. Tal vez sea mucho menos, una cosa insignificante para los colombianos, que no tienen sentido de pertenencia de patria, porque también los han extraviados, vienen de un antiguo extravío que inevitablemente los ha conducido sin brújula, al abismo de la desgracia y desolación.
No hallo adjetivo para calificar lo que es mi país. No me da vergüenza de ser colombiano, me da dolor, dolor de patria, dolor de pertenencia. Siento una larga nostalgia cuando veo que otros países defienden su soberanía, su independencia, países que no se arrodillan para rezarle al dios imperio por un plato de lenteja tóxica que envenenan sus economías: la novísima forma de coloniaje, los TLC.
¿Pero qué me motivó a escribir esto hoy y no un poema o un cuento que es lo que generalmente escribo? Pues bien, me motivó la lectura de un artículo que llegó a mi correo electrónico vía Black Berry, titulado, EL VIEJO REMEDIO. Me lo envió una entrañable amiga que sabe que me interesa todo lo que tiene que ver con la política nacional e internacional.
El magistral artículo es del prestigioso escritor y periodista William Ospina. Él dice, “Yo se que quieren que nos alegramos con la muerte de Pablo Escobar, con la muerte del Mono Jojoy, con la muerte de Marulanda, con la muerte de Desquite, con la muerte de Sangrenegra y con la muerte de Efraín González.”
Y continúa diciendo William Ospina, “Yo no me alegro. No me alegra la muerte de nadie. Pienso que todos esos monstruos no fueron más que víctimas de una sociedad injusta hasta los tuétanos, una sociedad que fabrica monstruos a ritmo industrial, y lo digo públicamente, que la verdadera causante de todos estos monstruos es la vieja dirigencia colombiana, que ha sostenido por siglos un modelo de sociedad clasista, racista, excluyente, donde la ley “es para los de ruana”, y donde todavía la cuna sigue diciendo si alguien será sicario o presidente.
Tanto talento empresarial de ese señor Escobar, convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, y dedicado en gastarse su fortuna en vengarse de todos, en hacerles imposible la vida a los demás, en desafiar al Estado, en matar policías como en cualquier película norteamericana, en hacer volar aviones en el aire: tanta abyección no se puede explicar con una mera teoría del mal: no en cualquier parte un malvado se convierte en semejante monstruo.
Y tanto talento militar como el del señor Marulanda, que le dio guerra a este país durante décadas y murió en su cama de muerte natural, o a lo sumo de desengaño, ante la imposibilidad de lograr algo con su inútil violencia, pero que se dio el lujo triste de mantener a un país en jaque medio siglo, y de obligar al Estado a gastarse en bombas y en esfuerzos lo que no se quiso gastar en darles a unos campesinos unos puentes que pedían y unas carreteras.
Yo se que quieren hacernos creer que esos monstruos son los únicos causantes del sufrimiento de esta nación durante medio siglo, pero yo me atrevo a decir que no es así. Esos monstruos son hijos de una manera de entender a Colombia, de una manera de administrarla, de una manera de gobernarla, y millones de colombianos lo saben.
Por eso Colombia no encontró la paz con el exterminio de los bandoleros de los años cincuenta. Por eso no encontró la paz con la guerra incesante contra los guerrilleros de los años sesenta. Por eso no encontró la paz tras la desmovilización del M-19. Por eso no conseguimos la paz, como nos prometían cuando Ledher fue capturado y extraditado, y cuando Rodríguez Gacha fue abatido en los platanales del Caribe y Pablo Escobar tiroteado en los tejados de Medellín, ni cuando murieron Santacruz y Urdinola y Fulano y Zutano y todo el cartel X y todo el cartel Y, y tampoco se hizo la paz cuando murió Carlos Castaño sobre los miles de huesos de sus víctimas, ni cuando extraditaron a Mancuso y a Don Berna y a Jorge 40, y a todos los otros.
Porque esos monstruos son como frutos que brotan y caen del árbol muy bien abonado de la injustica colombiana. Y por eso, aunque quieren hacernos creer que serán estas y otras mil muertes las que le traerán la felicidad a Colombia, los desórdenes nacidos de una dirigencia irresponsable y apátrida, yo me atrevo a pensar que no será una eterna lluvia de las balas matando colombianos desangrados, sino un poco de justicia y un poco de generosidad, lo que podrá por fin traerle paz y esperanza a esa mitad de la población hundida en la pobreza, que es el surco de donde brotan todos los guerrilleros y todos los paramilitares y todos los delincuentes que en Colombia han sido, y todos los niños sicarios que se enfrentan con otros niños en los azarosos laberintos de las lomas de Medellín, y que vagan al acecho en los arrabales de Cali y de Pereira y de Bogotá.
Claro que las Farc matan y secuestran, trafican y extorsionan, profanan y masacran día a día, y claro que el Estado tiene que combatirlas, y es normal que se den de baja a los asesinos y a los monstruos. Pero que no nos llamen al júbilo, que no nos pidan que nos alegremos sin fin por cada por cada colombiano extraviado y pervertido que cae día tras día en la eterna cacería de los monstruos, ni que creamos que esa vieja y reiterada solución es para Colombia la solución verdadera. Porque si seguimos bajo este modelo mental, no alcanzarán los árboles que quedan para hacer los ataúdes de todos los delincuentes que todavía faltan por nacer.
Más bien, qué dolor que esta dirigencia no haya creado las condiciones para que los colombianos no tengan que despeñarse en el delito y en el crimen para sobrevivir. Qué dolor que Colombia no sea capaz de asegurarle a cada colombiano un lugar en el orden de la civilización, en la escuela, en el trabajo, en la seguridad social, en la cultura, en la sana emulación de las ceremonias sociales, en el orgullo de una tradición y de una memoria. Yo, personalmente, estoy cansado de sentir que nuestro deber principal es el odio y el exterminio.
Construyan una civilización. Denle a cada quien un mínimo de dignidad y de respeto. Hagan que cada colombiano se sienta orgulloso de ser quien es, y no esté cargado de frustraciones y de resentimientos. Y ya verán si Colombia es tan mala como quieren hacernos creer los que ven en la violencia del Estado un recurso extremo y doloroso para salvar el orden social, sino el único instrumento, década tras década, y el único remedio posible para los viejos males de la nación.”
Por eso digo que no me da vergüenza ser colombiano, me da dolor. Dolor de ver cómo niños, adolescentes y adultos subliman todas sus frustraciones en el circo romano del espectáculo del futbol, cuando van a los estadios y se tranzan en franca lid con barra de hinchas rebeldes contra otra y se matan a cuchillo limpio que después ensucian con la sangre de hinchas contrarios, sólo porque su equipo gana, pierde o empata. Me da dolor ver cómo otros niños o adolescentes atracan y matan a otros con armas de fuego, para robarles un teléfono móvil o un Black Berry. Me da dolor ver cómo otros tiran ácido sulfúrico o muriático en la cara a otras personas, sólo por un placer patológico, que los ha conducido por un camino equivocado por el cual transita esta sociedad enferma, extraviada en los más infames laberintos oprobiosos que le depara no el destino, sino una clase dirigente que se vale de su ingenuidad como se valía la abuela desalmada de la cándida Eréndira. Por eso, la élite del poder tiene a su servicio una cámara de representantes y un senado podrido, para que de esta manera, corrupto, legisle a su favor.
Por estas incuestionables verdades que duelen, Colombia tal vez sea mucho menos que una aldea extraviada en los suburbios del universo, tal vez sea una estirpe de gitanos en busca de un lugar donde levantar su carpa para mostrarle al mundo los últimos inventos de los sabios alquimistas de Macedonia que trajo Melquíades.
Todo esto que sucede en estas últimas décadas decadentes en esta sufrida y triste Colombia, ha sido expuesto con claridad y profundidad sociológica por el brillante escritor y periodista William Ospina, ante quien con todo respeto me quito el sombrero.

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