Cuando la vi por vez primera
a la salida del ascensor
del edificio Pevesca
en Santa Marta,
hablé con ella por sólo cinco minutos,
y anhelé verla la segunda vez.
No he olvidado su nombre virginal
no he olvidado su belleza de diosa celestial.
Le dejé mi dirección electrónica
en mi tarjeta personal.
Le dije, “María Claudia, envíame un correo
para contestarlo con mis poemas
de amor y otros de desamor.”
Ahora, cuando camino sin rumbo
por esta santa ciudad,
la busco en el bullicio
en la parada de un semáforo
mientras la luz cambia a verde,
pero no la veo.
La busco en el tumulto,
en el Café Del Parque,
a veces, en el silencio de la noche
preguntándole a la luna
que en qué lugar del remoto cielo
ha visto a una radiante mujer
de ignota belleza,
de sutil dulzura,
perfumada su piel
con Chanel.
Ella es de esas mujeres
que sólo se ven una vez,
no vuelven.
Todas las mañanas
cuando reviso mis correos
espero ver su mensaje,
y cuando deambulo por la ciudad
quisiera volverla a ver
tan sólo para decirle
que he escrito este poema urbano para ella,
pero jamás la volví a ver.
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