jueves, 28 de julio de 2011

REFLEXIONES DE UN DIFUNTO

Gracias a la vida
que me ha dado tanto.
Violeta Parra

Acabé con mi vida, no valoré su bondad,
la extravié,
la tiré por un abismo sombrío
como la sombría existencia que yo llevaba.
Perdí mi vida una noche en la cual
la luna blanqueaba las mismas sombras
que cubrían mi dolor,
mi angustia
porque creía que entonces no debía vivir.
Pensaba que de nada servía seguir sufriendo
que de nada servía seguir existiendo
que de nada servía seguir muriendo en vida,
solo, abandonado de la mano de Dios,
porque ni él, ese dios de todos
que todo lo ve
que todo lo escucha, pero que nada oye
que nada mira,
ni me escuchaba ni me miraba.
Abandoné mi vida una noche de tiniebla
en mi alma ya sórdida
ya lúbrica
ya morbosamente contaminada por el estigma de la ansiedad
de una ansiedad multiforme y puntillosa como agujas de la infamia
como el vértigo del oprobio contra el placer de vivir
contra el vicio de existir en medio de la nada
sin nada
como Diógenes, igual de sínico.
Tiré mi vida por ese abismo de agua,
por el mar, el mismo mar de Alfonsina
la vi flotar como una gran flor de lis,
flotaba como flotan los poetas en el mar de la angustia
de la soledad
del silencio
del olvido
del delirio por ser inmortales.
Sin embargo,
llorando en mi santo sepulcro
después de una profunda reflexión,
más profunda aún que el abismo del mar,
entendí sin comprender jamás,
que gracias a la vida viví sin esperanzas
pero con una voluntad de árbol
y así avancé hasta al sitio de encuentro,
y ahí, por fin y para siempre aunque tarde,
porque todo llega tarde, incluso la muerte,
pensé ya difunto: “nadie jamás valora lo que tiene, sólo cuando lo ha perdido.”
Después que perdí mi vida, después de ese absurdo extravío, valoré su bondad.

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