viernes, 10 de junio de 2011

CARTA PARA EL HIJO QUE SE FUE SIN DECIR ADIÓS

Apreciado y querido hijo Leonel, no podía ni debía por mi condición de poeta, y más aún, por el sagrado deber moral conmigo mismo, y por mi inalienable derecho que tengo a la palabra, dejar en el olvido antes de partir para siempre de esta bella, contaminada, y única nave espacial, unas cuantas palabras para ti.
Se muy bien que tu afecto hacia mí, también se ha ido con tu partida como se va la luz del sol en el crepúsculo, y ha entrado entonces en los oscuros y profundos abismos de la tiniebla de la indiferencia. Yo te perdono, porque se que no tenías conciencia de la decisión que tomaste en ese momento que ahora está en el pasado y ya por siempre olvidado. Pero tengo la intención no disimulada, de decirte que tú tomaste esa decisión y, pensaste en ese momento, que fue la mejor decisión para la vida que estás construyendo.
Puedes tener la absoluta certeza de que he de respetar tus criterios y tus decisiones, porque para cualquier caso, en cuanto a decisiones se refiera que a futuro tomes, son tus propias decisiones, son el soporte o la estructura para construir tu vida, como el arquitecto que eres de tu destino y único arbitro de tu albedrío.
Hay un pedazo de la historia de mi vida, que tú no conoces, y pienso que llegó el momento de revelarte ese triste pedazo de mi pasado, pero que ya está superado y sepultado en el abismo del olvido, sin embargo, lo recuerdo con mucho amor, porque mi madre adoptiva me enseñó a perdonar. Yo también fui abandonado por la mujer que me dio la vida, y que no conocí, pues ella también se fue de mi vida, cuando apenas yo tenía pocos meses de nacido, por eso, esa emoción negativa que produce el abandono, ya no anida en mi mis sentimientos, pues si me abandonó mi propia madre, qué puedo esperar de otros? Y si ella me abandonó, no fue porque lo quiso, son caprichos del destino que a veces no comprendemos, pero que suceden como avatares del destino. Sin embargo, me dejó en buenas manos, y eso lo agradezco a la Divina Providencia.
Ahora bien, quiero que sepas que lo que más recuerdo de tu partida, fue el triste hecho para mí, de irte sin decir adiós. Pero tengo un bello recuerdo de aquel niño que dormía conmigo y jugaba al médico, dándome los medicamentos, cuando yo estuve en la convalecencia de la cirugía del corazón abierto que me hicieron.
Hay una canción muy profunda que habla de la vida. Se llama “EL CAMINO DE LA VIDA”, el autor es, Héctor Ochoa, él dice en unos de sus versos, refiriéndose a los hijos, “Y luego ellos se van, algunos sin decir adiós…”
Tú te fuiste sin decir adiós, y eso, me produjo una terrible melancolía como una decantación en todas las fibras de mi alma, y por un instante prolongado que no pude dividir en estaciones, vi los espejismos de la nostalgia por el hijo que se fue, pero, ¿qué podía hacer yo? Tú seguiste el camino de tu vida, así como yo lo hice un día, y eso, es el contenido profundo de esa canción.
Yo también me he perdonado por mis fallos, pero quiero que comprendas que mis desequilibrios, esa pérdida de la conciencia a períodos más o menos próximos, que hacían tabla rasa de la razón, en los cuales yo llegaba a casa ebrio, buscando refugio en el alcohol, simplemente obedecía al vacío que sentía al no hallar un poco de amor, sin saber siquiera que ese amor que yo buscaba, lo tenía en mi corazón, pues ahora entiendo lo que antes no entendía. Igualmente se muy bien, que el único responsable de mi infortunio, de mis derrotas, de mis éxitos fallidos y de mis debilidades como otro ser humano más que soy, soy yo. Ahora entiendo que el amor tiene límites, porque entonces un día me pregunté, ¿hasta dónde puedo amar, sin dejar de ser lo que soy? Eso fui yo: dejé de ser yo mismo, amé sin límites, y me extravié. Viví perdido buscando en otros seres un poco de cariño. Sin embargo, yo amé, y tú fuiste producto de mi amor, del sagrado y sublime amor de mis entrañas y de mis huesos.
Ahora, gracias a mi mismo, he superado la nostalgia que produce el abandono. Y te digo con toda la sinceridad de padre, que la melancolía que más sentí, no en el corazón ni en el alma, sino en los huesos, fue la nostalgia por tu partida sin decir siquiera, adiós papá, no por agradecimiento, sino por dignidad de hijo.
También he aprendido que la agresión por si, hiere mucho, y reconozco que fui demasiado agresivo en aquellos tiempos de conflictos cotidianos, de violencia intrafamiliar. Por eso entiendo por qué cerraste la puerta del afecto, y al cerrar la puerta más grande que tiene el ser humano, la inmensa puerta del afecto, abriste distancias, levantaste muros que ahora nos separan. Sin embargo, lo he aceptado con el estoicismo de un árbol, de un árbol firme de voluntad que avanza.
Tal vez te quede difícil comprender estas palabras, no por falta de inteligencia, sino porque aún eres demasiado joven, y todavía no has vivido lo suficiente, porque nadie aprende por la experiencia de otro.
Yo no entendía a mi padre cuando fui adolescente, vine a comprender muchas cosas de la vida y del amor, cuando ya él había muerto.
Entonces ahora tengo la certidumbre, de que tal vez algún día, antes de que yo muera, y ojala esté lejano en el tiempo, tú comprendas mucho mejor, lo que yo no comprendía por aquellos días de la adolescencia, cuando creía que el mundo era de azúcar, y todo era dulce sin conocer siquiera, el amargo del sufrimiento.
Con esta carta no quiero decirte que me quieras, pues el querer y el amar, son afectos iguales que el odio, y tú tienes el permiso de querer o no. Eso es un derecho como el derecho que se tiene a ser feliz.
Esta carta que ha de quedar para la posteridad, y que ya hace parte del libro de mi vida, tampoco es un epistolario de lírica ni de retórica, es mucho más que eso, es una reflexión que de algo te ha de servir para cuando tengas hijos, porque hijo fuiste, y un día padre serás, así como lo fui yo para ti y que seré tu padre por siempre y más allá de mis días.
Tu padre, Carlos Segundo.
Mi cariño y mi pensamiento te saludan.

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