martes, 21 de julio de 2009

EN BUSCA DE LA PRICESA ROSADA O EL PRÍNCIPE AZUL

“ La felicidad depende del tipo de
acuerdos previamente establecidos”


Entonces, buscando el amor perfecto, lo que en los cuentos de hadas de la feliz infancia eran las princesas rosadas o los príncipes azules, cuando yo no conocía el dolor que causa una equivocada elección en asuntos de amor, viví el sacrificio de amar sin límites, y más aún, sin ser correspondido. Cuando por ese desmedido y desenfrenado amor que un día de hermoso arco iris di, y dejé entonces de ser lo que era, y me convertí en esclavo pudiendo ser libre, cuado todas esas cosas del corazón tuvieron más peso que la razón, como el peso de un péndulo que cae furtivo, y parte los instantes de una efímera felicidad fallida, sentí el naufragio de ese amargo en la garganta, como una especie de agotamiento mental que arruga el espíritu y hace tabla rasa la razón. Ahí, en ese estado de angustia ácida y calcinante, comprendí que como todas las cosas mesurables, el amor también tenía límites. “Hasta dónde puedo amar, sin dejar de ser lo que soy,” pensé.
Yo transité por ese sendero espinoso de sueños que parecían pesadillas, soñaba con fantasmas estrangulados por duendes y otros demonios salidos del averno, que convertían en llanto lo que un día de primavera en flor, fue alegría, ternura y amor para mi. Por ese camino pedregoso seguí caminando lento, sin sandalias, pero con una voluntad de árbol firme que avanza, llegué a un principado lejano, distante del bullicio y la prisa. Tenía un bosques de moras silvestres, icacos y mandarinas, y fuentes de aguas cristalinas, era el único lugar en el mundo donde aún quedaba agua potable. Sus súbditos la cuidaban como cuidaban las sacerdotisas de Lesbos el fuego sagrado de los dioses del Olimpo.
En dicho principado, vivía el último príncipe azul que quedaba en el mundo. Buscaba a su princesa rosada. Entonces salió en busca de ella por el derrotero del amor. Para encontrarla, tenía que superar una tenaz prueba: descender por un abismo. Era un precipicio en cuyo fondo de tenebrosas tinieblas, en letras de bronce bruñido decía: “jamás encontrarás el amor perfecto, sólo hallarás recíprocos acuerdos juiciosos.” Al leer esta sentencia, el príncipe se quedó meditando en solitario por un momento antes de avanzar, pues sólo lo acompañaba su sombra difusa, que poco se veía por la oscuridad.
Más allá del fondo, había una lámpara que iluminaba el arco de la entrada de un túnel, era un camino hacia el centro de la tierra, largo, adornado con guirnaldas de fantasías, con sueños de ilusiones, con campanitas de cristales de alegrías, y con todos los adornos que la imaginación de un enamorado puede concebir. La luz proyectada por la lámpara, daba ánimo a quien transitaba por ese túnel en busca del amor, porque el pabilo de esa luz, la alimentaba el aceite de la esperanza. El camino se iba volviendo pedregoso, de intrincados laberintos, de charcos de tedio, de lagunas de angustias y oasis de ansias temerarias y riesgos tenebrosos que crecían como el musgo del abismo, en la misma medida que se entraba más y más por el derrotero del amor.
Cuando el príncipe llegó al final del túnel, leyó en una lápida de mármol, una seria advertencia llena de sabiduría que rezaba así: “cuando encuentre el amor, y ames con dulzura, pero sientas que para mantener a esa persona a tu lado tengas que pasar por estas ridículas pruebas, sacrificar tu esencia, y hasta rogar…aunque te duela, ¡retírate!. No tanto porque las cosas se tornen difíciles, sino porque quien no te haga sentir valorado, quien no sea capaz de dar la misma dulzura, quien no pueda establecer el mismo compromiso, la misma entrega…simplemente no te merece, porque cuando se desea amar, el amor suele estar esperando sin inútiles sacrificios.”





Carlos Segundo Quiroz Quintero. Santa Marta 29, 09, 2007.

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