miércoles, 15 de julio de 2009

RELATO DE UN INDIGENTE

Aunque podamos ser eruditos
por el saber de otros, sólo podemos
ser sabios por nuestra propia
sabiduría.

Montaigne

Ya desde el vientre de mi madre a quien no conocí, porque murió de una terrible enfermedad, eclampsia, el país de mierda en el que por desgracia me tocó nacer por esas cosas del inexorable destino, estaba condenado a muerte sin perdón y so pena de haber nacido, pues los que sólo tenemos un pedazo de vida que arrastramos con su infortunio, y por circunstancias de la sociedad, que no conoce la angustia que produce el desprecio, me incrustaron en la frente como una lápida de cementerio, el despectivo apelativo de ‘desechable’.
Esa mujer de gran corazón a quien le perdono el crimen de haberme mal parido, no quiso abortar a este desecho social que soy, a esta piltrafa humana que más le hubiese valido haber nacido perro o cualquier otro animal, menos humano, porque mi vida ahora es de condición infrahumana.
Ella, me parió mal en una alcantarilla que era su domicilio. Recién mal parido, una enorme rata hambrienta del tamaño de un conejo, se comió la placenta y parte de mi ombligo.
Esto es increíble para los que no conocen la angustia que hace locos, la angustia que hace toxicómanos, la angustia que hace resentidos sociales, la angustia que hace suicidas, la angustia que los demás no conocen, la angustia que la sociedad ni el estado entienden.
No es ficción, es la realidad de muchos que como yo, llevamos esa marca, ‘desechables’, como si fuéramos una botella de plástico que después de ser usada se tira a la basura, y además contamina.
Esa angustia que llevo por dentro, como una lanza de lava, es más aguda que todas las agujas de las brújulas que conducen al infierno, es un dolor ácido que hace tabla rasa de la razón, y me empuja a los cantiles de la desesperación y abismos de la locura. Es un dolor como una decantación de todos los nervios que sólo sentimos los que desde antes de nacer, estamos condenado a la muerte, a la cárcel y toda clase de vejaciones y cosas abominables que un ser como yo, tiene que padecer por el resto de sus días aciagos, sin el sol de la ternura y sin los pétalo de la rosa del amor.
La sociedad me rechaza, como la botella de plástico usada que se tira a la basura, porque entonces contamina, mucha gente sin conocerme me odia, me desprecia.
Yo pertenezco al imperio maldito de la miseria humana, a la gran caterva de contusos de espíritu que sólo reciben golpes en el alma, y cada vez más la sociedad nos abre las gritas del corazón, y nos causa demasiado dolor. Por eso, vivimos en el olvido.
Ya en mis sombríos y fatales días finales, me enfrenté a la muerte, porque me mataron por robarme unos panes que estaban exhibidos encima de la vitrina de una panadería.
El dueño me disparó un tiro que hizo blanco en mi cabeza. Ahora, vago en una dimensión los que aún viven y son felices. Ahora orbito por el limbo, buscando la paz que jamás tuve. Busco un lugar donde descansar ya en el más allá, de las injusticias de aquella sociedad terrena que me condenó a muerte, mucho antes de que aquella mujer me pariera mal en una alcantarilla.
Esa mujer sensible a quien no tuve la infinita fortuna de conocer, fue la única persona a quien perdoné, porque me dio el poquito amor que ella tenía, al no abortar el resultado infame de una violación, porque fue violada por su único hermano con quien vivía en la alcantarilla. Soy resultado de un incesto.
Ahora, mi alma está penando por un pecado que yo no cometí, pues a nadie le pedí que me llevara a este mundo proclive en el cual viví, y ahora aún muerto, vago todavía por los limbos de la soledad. Tengo temor de tocar las puertas del cielo, porque tampoco nadie me habló de Dios. Tengo pánico de seguir vagando en las tiniebla de este más allá por siempre, pero antes de aquél sombrío y fatal día de mi muerte, el único amigo que tuve, yo, me dije a mi mismo en una ocasión, “el día que mueras, hallarás la paz y tendrás otra oportunidad”. Así fue, el día de mi muerte, en el instante que el proyectil impactó en mi cabeza como un golpe de gracia, vi un inmenso espejo del tamaño del panorama de un paisaje en espejismo.
Pasé a través del espejo y vi un valle extenso, y más allá, vi una montaña como un precipicio de piedra en cuya cúspide había un descomunal cráter.
Descendí igual que un escalador hacia las profundidades de la majestuosa montaña.
Cada vez que avanzaba en lo hondo, el calor era más intenso. En el descenso, sentí una quemadura ácida como azufre fundido calcinando mi espíritu, tuve la sensación de cargar un cuerpo sin músculos, sin huesos, sólo la costra de un alma agrietada semejante a las fisuras del volcán en que me hallaba. Ya en esa laguna de fuego que expulsaba su lava por el cráter como la garganta de un dragón en la cual me hallaba. Sentí un sufrimiento largo y puntilloso, una inexistencia de nada en el espíritu, que me impulsaba cada instante prolongado, como fraccionado en estaciones, a buscar el fondo de ese fuego que me abrazaba y calcinaba todos mis nervios.
Fue entonces cuando comprendí que ese túnel vertical y ardiente, era el infierno, porque vi con la nitidez del cuarzo líquido, otras almas ya calcinadas, y pude darme cuenta que mi espíritu era tenaz, y más aún, entendí que yo había nacido para soportar todos los embates, todas las batallas que sufren los despreciados, todo el dolor y todo el olvido que padecen los marginados.
Entonces, seguí descendiendo buscando el fin del abismo, pero sólo encontraba llamas, un fuego terrible que calcinaba las fibras de los nervios de mi alma, sentía una decantación en el pensamiento, una especie de esperanza fallida por no encontrar el fondo.
Así seguí, bajando cada vez más profundo en ese abismo de fuego. Cuando por fin salí al otro lado, mi espíritu había ganado mi cuerpo, resucité, regresé de la muerte y me encontré nadando en un mar de aguas cristalinas.
Salí al otro lado del túnel atravesando los nueve círculos del infierno, y sentí por primera vez la satisfacción del triunfo, la gloria de haber vencido todos los obstáculos que la vida y la existencia me habían puesto como pruebas, porque renací de los rescoldos de un pasado triste ya olvidado. Me sentí rival del sol y gladiador de la eternidad, entendiendo que nada es fácil, que no hay imposibles ante los retos que depara el albedrío, que aquel pasado sombrío, me enseñó que siempre hay una segunda o más oportunidades sobre esta tierra aunque se diga lo contrario, pues aquí estoy viviendo una nueva vida con mucho amor para todos, y para dignidad de mí mismo.

Pablo Tornero

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