martes, 14 de julio de 2009

UN CUENTO EN CIERNE EN BUSCA DE AUTOR

Un cuento en cierne aún no escrito, se hallaba al garete flotando como un naufrago en el limbo del mar de la imaginación, en busca de un autor que lo concibiera.
Una noche de cielo estrellado y silente luna, en su afán de ser escrito por algún escritor, el cuento en cierne, perdió la brújula de la sensatez y la paciencia de la mesura, y fue a dar de bruces contra las teclas de la máquina de escribir, de un aprendiz de cuentista con ínfulas de escritor. El aprendiz se reunía con otros colegas, que sólo tomaban vino como los bohemios y escritores de bares a fin de recitar versos de memoria de ilustres poetas.
En una de sus tertulias, el aprendiz les dijo a sus congéneres que una noche, llegó hasta su cuarto un cuento con ansias de ser escrito.
“Estoy perdido, vengo de un antiguo extravío, y quiero que me rescates del limbo en que me hallo, y que me escribas”, le dijo el cuento al aprendiz.
Entonces el aprendiz de cuentista, comenzó a escribirlo. Cuando lo terminó, el cuento le dijo, “ahora quiero que me envíes al santuario de los pontífices de las letras, para que te digan si me escribiste bien.”
Así fue. El aprendiz envió el cuento a un grupo de notables árbitros de la retórica y pontífices de la lírica y genios de la prosa.
Los jueces literarios contestaron la petición, y dictaron una unánime e irrevocable sentencia que rezaba así: el polluelo de escritor tiene fiebre en su insipiente pluma. No sabe nada de semántica, porque usa palabras arcaicas que ya están en desuso. Carece por completo de conocimiento en semiótica, porque no sabe usar los signos lingüísticos, y ni que decir de la sintaxis, porque no coordina la unión de las palabras a fin de formar una oración con un orden lógico, y mucho menos de ortografía, porque es un horror escribir error con ache.
Los pontífices de las letras, también dijeron que no se sabía quién era el protagonista, y que por momentos se confundía con el narrador, que carecía de espacio y de tiempo, por lo tanto, no se sabía dónde ni cuándo ocurría la acción, y en fin, le dijeron al aprendiz de cuentista, que mejor se fuera a sembrar algodón en las nubes.

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